viernes, 10 de septiembre de 2010

RESURGIR

Estaba llorando, sola, en la calle. Sentada en el portal de una vieja casa que creí abandonada desde hacía, probablemente, varias décadas, debido a la mugre que se retorcía en el pomo de la puerta. La gente desfilaba frente a mí, pero casi nadie me veía, y quien lo hacía, rápidamente desviaba la mirada para no verse en el compromiso de tener que acercarse, o simplemente porque no le importaba lo más mínimo que una chica estuviese llorando en un portal. Sinceramente, no me importaba; lo entendía. Yo en su lugar tampoco me habría preocupado, y si alguien lo hiciese, no creo que le hubiera contado mis problemas.
Aún así me imaginaba que si aquello hubiese sido una película, algún chico guapo habría aparecido de la nada para intentar consolarme. O puede que no tan guapo, pero sí simpático, y que me haría reír y olvidarme de mis problemas por unos minutos. Tontamente miré a mi alrededor, pero no estaba dentro de una película americana, y nadie apareció. Lógicamente. Sentí vergüenza por el hecho de tan sólo haber imaginado aquello. Enterré la cara entre mis manos, y mi sonrisa, que había durado apenas unas décimas de segundo, me pareció patética. Riéndome, sí, pero de mí misma. Me sequé las lágrimas de las mejillas y levanté la cabeza, enfrentándome a los viandantes, que permanecían ajenos a mis problemas. Ay, me prometí que no iba a llorar nunca más, no por eso, no por ese sentimiento, no por esa palabra, no por esas cuatro letras. No, nunca más. Pero soy débil, lo sé.
No sabía  muy bien por qué, pero seguía esperando que alguien se agachase y se interesase por mí. Aunque a la vez sabía que eso no iba a ocurrir.
De golpe, me levanté. Nadie me hacía falta para ello, yo sola volvería a levantarme y a enfrentarme a mi dolor, como siempre había hecho. Yo me bastaba y me sobraba.
Saqué las gafas de sol del bolso y me las puse. Ya nadie con quien me cruzara sabría que había estado llorando, ni que la debilidad había podido conmigo una vez más (la última vez). No llevaba zapatos de tacón, aunque me hubiera gustado, para irme de allí pisando fuerte, marcando el paso con cada taconazo, tratando de dejar huellas en el asfalto. Aún sin llevarlos lo hice, apartando con cada paso esos últimos minutos, alejándome poco a poco de mi debilidad, enterrándola con cada zancada.

                                                                                                                   Inma *

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