sábado, 24 de diciembre de 2011

A waving flag

Sonaba el himno del país. Qué importa qué país. El aire helado del mes de febrero hacía ondear una bandera a media asta. Bajo ella, diecisiete ataúdes descansaban en hilera, perfectamente alineados, cubiertos por otras tantas, algunos también con fotos, flores o medallas. Las trompetas y platillos ahogaban los sollozos de quienes se encontraban allí. Una multitud negra observaba. No se sabe qué, pero observaba. Esperaban, sin saber a qué, sin esperanza, pero esperaban. Esperaban que aquello pasara, esperaban despertarse de repente de esa terrible pesadilla. Esperaban estar en el lugar de esos quince hombre o en el de esas dos mujeres. Y mientras esperaban, intentaban mantenerse de pie, no dejar que sus rodillas flaqueasen, se doblasen y cayeran derrumbados sobre ellas. Pero una chica permanecía frente a un ataúd, impasible. O al menos eso es lo que los demás veían, aunque al mirar sus ojos, se podía ver su interior roto. Su corazón ya no latía. Sus pulmones no estaban trabajando, y todas las lágrimas se le habían acumulado en la garganta, obstruyéndola. Sólo brotaron cuando aquel que decía ser el presidente, alguien desconocido para ella, se le acercó y le estrechó la mano, mientras que con la otra le apretaba el hombro en señal de compasión. Dijo algo acerca de ser fuertes y dar la vida por su país. Su rostro se mostraba compungido, pero en sus ojos no había dolor. Brillaban. Él tenía una familia que lo esperaba en casa y a la que vería todos los días. Ella no. Esa bandera no era la suya, aquella gente no hablaba su lengua natal, sus padres no estaban junto a ella, abrazándola, ni tampoco la esperaban en casa. Lo había dejado todo por él, y ahora estaba sola.
Empezaron a hacer bajar los féretros en las tumbas. Con cada centímetro ella se hundía a su vez un poco más. Ya casi no lo veía, se iba, se iba, y nunca podría decirle adiós. "¡No te vayas!", quiso gritar. Quería correr y enterrarse con él, quería abrazarle por última vez, quería que también echasen tierra sobre ella. Estaba llorando, gritaba. Unas manos la sujetaban impidiendo que se lanzase sobre el agujero. Oía cómo la llamaban: "¡quieta, quieta!" Y, finalmente, cayó sobre sus rodillas. Todo quedó en silencio. Uno de los oficiales afortunados que no se encontraban cerca de aquel coche-bomba se acercó a ella vestido con ese odioso uniforme y le entregó la bandera que decorara la caja. Ella la miró con desprecio, pero finalmente la cogió con manos temblorosas. Eso era todo lo que ahora tenía de él. Ni un último beso, ni una caricia, ni siquiera una mirada, sólo esa bandera que había causado su muerte. Rechazó cualquier tipo de ayuda que le ofrecieron y se quedó allí. No le importaba morir de frío, de hambre o de sed. Casi lo prefería. Nunca más se separaría de él. Allí permaneció esperando ese momento, fundiéndose con el viento y la tierra, húmeda por sus lágrimas.
                                                                                                           Inma*

2 comentarios:

  1. No tengo palabras. Me has dejado helada, pues lo describes todo tan bien...
    Me da pena ella, pero estoy segura de que sabrá suplir su muerte y seguir hacia delante.
    Da gusto leer cosas así de bonitas. ¡Feliz Navidad!

    ResponderEliminar

Fill my blog with your smiles :)