Corría sin cesar, aplastando las hojas secas con fuerza y rabia, como si con ello tratase de expulsar todos esos sentimientos de mi mente, borrar cada una de las palabras pronunciadas unos minutos antes.
No volví la vista atrás ni una sola vez, el sonido de las pisadas ya se había alejado. Sin embargo, no podía detener mi carrera, quería alejarme lo máximo posible de aquel demonio tan hermoso, tan bello, aquel ser al que había amado y ahora despreciaba.
-Siento tanto que esto acabe así…
-…
-Me resulta muy duro decirte esto, pero…
-…
-…lo lamento, ya no siento lo mismo por ti.
-…
En ese instante me giré y comencé a correr, enfilé la calle, que estaba totalmente desierta, e hice caso omiso de sus gritos y llamadas. ¿Para qué me quería ya? Cada vez que oía mi nombre salir de sus labios el corazón se me encogía, y con cada apretón sentía un inmenso dolor. Qué importaba el frío. Qué importaba el cansancio. El dolor físico no era comparable al emocional. De repente me vi tendida en el suelo, con las rodillas clavadas en él. Un aspersor sobresalía tímidamente, y yo no lo había visto. Intenté incorporarme, pero los brazos me fallaron, y di de bruces contra el suelo. Me encontraba muy débil. Cambié mi postura y quedé boca arriba, contemplando el cielo gris. Anochecía, y los truenos lejanos avecinaban tormenta. Comencé a llorar casi a la vez que el cielo. Mis lágrimas se confundían con las gotas de lluvia. Lloraba ruidosamente, se podría decir que de forma escandalosa. Mi cuerpo se encogía y estiraba con cada convulsión, y el pelo se me pegaba a la cara, arañándome los ojos, que, aún así, mantenía cerrados. El diluvio se incrementaba, pero no me importaba en absoluto. Ojalá y todo se hubiese derrumbado en ese preciso instante, que cayeran rayos, que los edificios se desmoronasen sobre mí, que se hundiese la tierra bajo mi espalda, y me tragara, y así no tuviera que enfrentarme al dolor. ¿Por qué? ¿Por qué había me pasaba esto? ¿Qué había hecho mal? Siempre se lo había dado todo, lo mío era suyo, su felicidad significaba la mía de forma inmediata. Si sufría, yo lo hacía con él, lo único que me preocupaba era que fuese feliz, para mí eso era más necesario que respirar. Y ahora, ¿qué me quedaba? Sí, ¿qué tenía? La ropa llena de barro y las rodillas raspadas. Y mucha falta de oxígeno.
Casi gritaba. Mis manos agarraban la hierba empapada desesperadamente, hundí mis dedos en la tierra tratando de aferrarme a algo, algo sólido que me mantuviese unida a la vida, algo que no pudiera esfumarse. Pero esos hierbajos tampoco me acompañarían para siempre. Todo se acaba. Mi vida, tarde o temprano, tiene que acabar. ¿Y qué importa si es un poco antes de tiempo? ¿Quién no me dice que, diez minutos después, no me va a caer una teja en la cabeza, o me atropellará un autobús? Quizá sea mejor ponerle las cosas fáciles al destino. Todo se acaba. Todo pasa. Sí, todo pasa. Pero deja las huellas de ese paso. Un vacío, un abismo por el que precipitarme.
-¡OH, MIERDA!
Me incorporé llena de furia, golpeándome los muslos con los puños bien apretados. Me hacía daño, pero de alguna forma ese dolor me reconfortaba. No dejaba de llover. Me aparté el pelo de la cara, y, como una niña pequeña, apoyé la frente en las rodillas, abrazándome las piernas, balanceándome adelante y atrás, tratando de calmarme.
Sola.
Así estuve un buen rato, hasta que apareció el agotamiento. Tenía mucho sueño, pero no tenía fuerzas ni para levantarme. Nadie vino preocupado preguntándome qué me pasaba. A nadie le importaban mis lágrimas quemándome las mejillas. No había nadie en esa maldita calle. Y él… a él le fueron suficientes unos cuantos pasos tras de mí para convencerse a sí mismo de que se había preocupado. Que había hecho todo lo posible. ¿Qué le importaba? Ahora era feliz. Lo que a mí me desgarraba las entrañas, a él se le antojaba un bálsamo que le aportaría la alegría que yo no había sabido darle. Mientras, todo a mi alrededor era en blanco y negro.
Sola.
Ni una sola persona a la que contarle lo que me ocurría, ni un solo hombro en el llorar. Mis únicos amigos eran el viento y la lluvia, que traían con ellos la soledad, la calma, la paz que necesitaba. Nunca más volvería a confiar en las personas. Ellas te traicionan, se aprovechan de ti, y luego te dejan deshecha en medio de la nada. Sólo tú misma eres capaz de entenderte. Sólo tú eres suficiente. Suficiente para vivir. Suficiente para morir. Suficiente para soñar. Para llorar. Para reír. ¿Suficiente? Quizás no lo era. Quizás este sea mi final. Sola.
Inma*