lunes, 30 de enero de 2012

Coming back home

Lo recibió el sol abrasador del mes de julio en Abilene, Texas. Todo seguía igual. Los porches vecinos permanecían casi idénticos, aunque ahora la bici tirada en el porche de los Stevens había sido sustituida por una moto, y ya no había muñecas o vestidos minúsculos colgando de la casa-árbol de Christina, la niña de los Laurens. Pero lo que más echaba de menos eran las risas y los gritos que antes inundaban el barrio. Ahora todos esos niños, ya adolescentes, estarían sentados frente a la pantalla del ordenador o del televisor, y quizá ni siquiera continuaban manteniendo el contacto entre ellos. "Qué calor, este maldito uniforme no me deja respirar", pensó mientras continuaba caminando, al tiempo que se pasaba una mano por la frente y el pelo. Su cuero cabelludo estaba menos poblado que la última vez que estuvo allí, pero esa pérdida se veía contrarrestada por el aumento de arrugas en su frente. Sin embargo, era capaz de recordar todos los momentos allí vividos a la perfección. Por fin llegó. Se detuvo en la acera y contempló la que había sido su casa hasta hacía casi una década. Ya no se oían los ininterrumpidos llantos de la pequeña Beth, ni tampoco los gritos de Sammy, que ahora sería Sam, imaginando ser algún superhéroe en plena misión de salvamento. Bill avanzó unos pasos y volvió a detener su andadura. Se agachó y acarició la hierba que crecía por igual a lo largo y ancho de todo el jardín. "Esta Sarah... seguro que obliga a Sammy a mantenerlo al día." Se imaginó todos los momentos pasados en ese jardín, todos los que él se había perdido. Imaginó los primeros pasos de Beth, sus primeras caídas y sus llantos. Imaginó a Sammy con su capa, cayendo del árbol al que tanto le gustaba trepar, pero aguantando las lágrimas porque los hombres no lloran. También se lo imaginó, algún tiempo después, cogiendo el coche de su madre sin permiso para ir a recoger a alguna chica, devolviéndolo después con algún que otro rasguño que rápidamente, Sarah descubriría. Todos esos recuerdos, felices con el paso del tiempo, habían sido sustituidos por muerte, heridos, miedo, explosiones, pesadillas. Suspiró y levantó la cabeza. La puerta delantera estaba abierta y tres personas lo miraban sonrientes. 
-¡Papá! -exclamaron sus hijos, que echaron a correr hacia él.
Tras ellos, Sarah también acabó, por fin, y para siempre, con la distancia que la separaba de su marido, y los cuatro se fundieron en un fuerte abrazo. Cuando se separaron, Bill tenía los ojos llorosos.
-Papá -dijo Sam-, tú me dijiste una vez que los hombres no lloran.
-Me equivocaba, hijo. Es de verdaderos hombres saber llorar.
                                                                                                                    Inma*

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