miércoles, 22 de septiembre de 2010

Abandoned

El frío de la noche era ya parte de mí. No serían más de las nueve y media, pero había muy poca gente en la calle. Iba a ser algo más difícil, pero no imposible. Un hombre se dirigía hacia mí. Cuando nos cruzamos choqué con él. A propósito, claro.
-Perdone, lo siento -me disculpé.
-Tranquilo, no importa -me dijo. Aferró su maletín y siguió su camino. Cuando le hube dado la espalda, sin detenerme, abrí la cartera que antes estaba en el bolsillo izquierdo de su pantalón. Patrick Fitz. Entre la decena de tarjetas de crédito encontré 500$ en efectivo. Con eso me sobraba. Me sentía fatal por haberlo vuelto a hacer, pero lo necesitaba para sobrevivir en la terrible selva que Manhattan era para mí. De repente me topé de bruces con el escaparate de una tienda; con mi propio reflejo, que no parecía mío. Esa no era mi cara. Esos ojos tristes y hundidos no eran míos. Ni ese era mi pelo, que ahora estaba tan largo y grasiento. ¿Y esa barba? ¿Desde cuándo estaba ahí? Preferí no mirarme más y devié la mirada. De pronto me asaltó un pensamiento. Iba a hacer la buena obra del día. Bueno, lo del día era un decir.  Más bien del mes, o del año. Me giré y eché a correr. El tipo no andaba muy lejos. Crucé los dedos para que no tomara ningún taxi ni cogiera ningún coche de los que había por allí aparcados. La suerte me sonrió por una vez. Anduvo unos cuantos metros más y entró en uno de los apartamentos de esa misma acera. Una vez hubo entrado en su casa, eché su cartera al buzón, guardándome para mí 400$. Pensé que no le supondría una gran tragedia, debido a todas las tarjetas de crédito, seguro llenas. Se lo agradecí con el pensamiento, aún sabiendo que si se los hubiera pedido no me habría dado ni un dólar. Me alejé de allí rápidamente y me dirigí a casa, si es que se podía llamar así. Ni siquiera era mía, y mucho menos era un hogar. Nadie me esperaba allí. Había estabo deshabitada unos 10 o 20 años. No tenía agua corriente ni luz, ya que nadie pagaba las facturas. Tenía que usar velas para alumbrarme entre la penumbra y botellas de agua para asearme. pero al menos tenía un sitio en el que esconderme y lamentarme, y que la lluvia no traspasaba, excepto por algunas goteras del techo. Además nadie sabía que vivía allí, y mucho menos que existía un lugar por el que entrar sin ser visto. Me arrinconé en una esquina e intenté conciliar el sueño tratando de ignorar el inmenso silencio y la negra soledad que se cernían sobre mí.
                                                  Inma *

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